Coleccion Parkett

_____________________________________________________________________________________________________________

El museo juega a ser casa
Por Susan Tallman
Susan Tallman es historiadora de arte y autora de numerosos libros.

Parkett se autodescribe como “un pequeño museo y una gran biblioteca de arte contemporáneo”. Esto es bastante exacto puesto que sus 86 ejemplares y 1400 textos constituyen una singular fuente  de documentación y percepción de la cultura de nuestro tiempo; sus 200 ediciones de artista ofrecen una visión global del  arte contemporáneo. No obstante, hay una expresión que Parkett utilizó una vez, “un musée en appartement”, la cual capta con mayor precisión el carácter distintivo de estas ediciones. La imagen del Musée en Appartement, integradora de una fusión de lo cotidiano y lo grandioso, es apropiada tanto para las obras individuales como para su presencia colectiva. Así pues, es posible imaginar la historia de las publicaciones de Parkett como un apartamento de verdad, con una serie de estancias en las que el arte y la vida han dejado de ocupar esferas separables.

En este Musée imaginario, hasta el vestíbulo es una galería: a la derecha, los caballos Tang de Malcolm Morley y la calle de Shanghai de Thomas Struth; a la izquierda, la misteriosa pista de salida de Anri Sala y la giclée de luz moteada de Gabriel Orozco. Cercanía, lejanía, naturaleza, artificio, análisis y anhelo, se presentan en menos espacio de lo que se necesita para darse la vuelta.

Un estudio albergaría la “gran biblioteca” de Parkett – los 86 volúmenes en una ordenada estantería móvil, un ejemplar sobre la mesa con su propio bolso (ligeramente chillón). Es un museo, así que una vitrina muestra documentos de archivo: fotografías de las instalaciones de Dan Graham y Vanessa Beecroft, una piedra del Valle Maggia acompañada de apuntes de Ugo Rondinone, un montón de notas de Trisha Donnelly, enviadas una a una a lo largo de un año. En armonía con un tono de intensa concentración, las paredes aparecen repletas de imágenes grabadas en blanco y negro: el imperioso remolino en aguafuerte de Julia Mehretu, la pequeña cacofonía en grabado de Albert Oehlen, las arqueantes cuerdas de tinta negra de Richard Serra, el daguerrotipo de Chuck Close, el linograbado cáustico de Kara Walker. Un pequeño cuadro de Ross Bleckner se halla en un estante. Pero también esto es un apartamento y una mesa grande con objetos variados que dan testimonio de una vida en acción: una postal que sujeta un pisapapeles, un New York Times olvidado, un calendario para dar cuenta de las citas, un sello de caucho tumbado, unas gafas mal dejadas. El cojín del sillón que ha sido arrinconado.

Huellas de perfume que no se desvanecen fluyen desde el dormitorio donde el Oscar and Bosie de Elizabeth Peyton – el amor que no se atreve a decir su nombre – cuelga sobre el lecho, donde a su vez se extienden una chaqueta, una camisa y una corbata, esperando ser llevadas. Al otro lado del dormitorio, la serigrafía de John Wesley, Boyfriends, ejerce su narrativa ambigua sobre el tocador en el que, junto al esenciero, se han dejado un par de guantes de fiesta y un echarpe de seda. Un joyero abierto deslumbra por el oro y la plata de sus anillos.

La cocina, como en cualquier apartamento, es un lugar de trabajo. La única obra de arte reconocible es el Pair of Gloves de Maria Lassnig encima del fregadero. La mesa está puesta con un mantel calado y cubierta de instrumentos y utensilios: un juego de tazas de poliestireno, un rodillo con franjas de colores, un taladro, un guante a prueba de fuego, una pequeña palangana sucia. Alguien que, jugando con su comida, ha transformado un limón en cerdo al añadirle patas de champiñón y ojos de fresa. El tintineo de un carillón de viento se cuela por la ventana, una veleta gira en el jardín donde el perro mira nostálgico un juguete masticable en forma de zapato y las moscas investigan una caja abandonada en el banco, ajenas al matamoscas que las sigue.

Abajo, en la sala de recreo (se trata de un museo pequeño, pero de un apartamento grande), hay obras colgadas de las paredes que incitan a la diversión: la serigrafía resplandeciente de Franz Achermann y la fotografía del avión de Thomas Demand invitan a viajar; el poster de Sarah Morris y el retrato de una doble de Jane Fonda de Richard Phillip publicitan los atractivos del cine; el Oxford Street de Beat Streuli nos hace pensar en ir de compras; el Head of Timothy Leary de Dana Schutz y la instantánea de Woodstock de Richard Prince nos ofrecen drogas y rock and roll. Dos nuevas pantallas de plasma se iluminan con palmeras en balanceo y abejas atareadas mientras que dos viejos televisores de tubo muestran una disputa doméstica en progreso y una mujer agachada a punto de saltar. Se ha olvidado un disco en el estante al lado del tocadiscos. Bazas de cartas de póquer sujetas con pisacartas invaden la mesa.
Sin embargo, la estancia más concurrida es el cuarto de los niños. Los cuadros de animales dan vida a las paredes: los murciélagos de Laura Owens, los cisnes de Robert Frank, el perro negro de Christopher Wool. Juguetes por el suelo: un colorido carrito de juguete, una maleta de cartón con soldaditos de plomo, una torre de paneles de plexiglás a medio construir un poco demasiado alta. Todo aquí es descomunal o liliputiense, como venido de Brobdingnag o Liliput: en un rincón, una enorme flor hecha de globos se choca contra un reloj de cartón roto de grandes dimensiones. En el otro rincón, una vaca y un dinosaurio lo suficientemente pequeños como para caber en un plato se alzan junto a una alfombra de piel de oso del tamaño de un plato, un par de zapatos marrones de bolsillo. La casa de muñecas contiene una figura de cabellos azules, como si procediera de una luna de Saturno, una bailarina con un aro y una figura masculina arrodillada, vestida con un mono naranja, enmascarada y encadenada.

La figura naranja, claro está, no es un juguete sino una reflexión de John Kessler sobre la maldad en la época de Guantánamo. Por su parte, el cuarto de los niños tampoco lo es. A fin de cuentas, no es un apartamento amueblado con arte, sino que el apartamento en sí mismo es arte – cada objeto está imbuido de significado y alusión. Los cisnes de Robert Frank no ilustran la naturaleza sino que son testimonio de una clase social, el perro de Christopher Wool es un juego de palabras en los cuadros rundogrun del artista. El colorido carrito de juguete es uno de los Ghetto Collectors magnéticos de Francis Alys, del que el artista tira por las calles de la ciudad para acumular restos urbanos. La muñeca que parece venir de una luna de Saturno es de Mariko Mori, la bailarina apocalíptica es de Mai-Thu Perret. Los soldados de plomo no son ni de plomo ni soldados, sino figuras de estaño fundido de la autobiografía de Pawel Althamer. La flor de globos es de Jeff Koons, el reloj, de Thomas Hirschhorn, la alfombra de piel de oso, de Susan Rothenberg. Los zapatos diminutos son réplicas de los que Sherrie Levine vendiera en su primer show de galería. El kit de construcción de plexiglás es de Liam Gillick (sus paneles excesivos parejos a las dimensiones de Parkett); la vaca y el dinosaurio salpicados de pintura son de Isa Gentzken.

De vuelta en el cuarto de recreo, la disputa doméstica es un vídeo de Bruce Nauman, las palmeras en balanceo, un DVD de Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla, las abejas sin zumbido son de Diana Thater. La mujer agachada es un pin-up en 3D de Pippiloti Rist a modo de ventosa adherida a la pantalla del televisor. Los pisacartas no son baratijas llamativas sino monedas pintadas a mano por Mark Grotjahn. Tres discos de Katharina Fritsch se apilan sobre la placa giratoria. El disco del estante, blando y en consecuencia, sin utilidad es una simulación de Fischli/Weiss, al igual que la “palangana” manchada de pintura de la cocina.

El mantel de la cocina es de Daniel Buren, el rodillo, de Cosima von Bonin, el guante hace referencia a los fuegos artificiales de Roman Signer. Las tazas de poliestireno que cambian de tono tan delicadamente, del blanco al gris, han sido apiladas y pintadas así por Tom Friedman. El taladro, de Monica Bonvicini, está fijado en una rezumante base rosa con claras sugerencias al sexo y la odontología. El limón disfrazado un cerdo es, en verdad, poliestireno que finge ser un limón, que finge ser un cerdo, una pieza de Olaf Breuning. El fetiche de perro es de Silvie Fleury, la veleta, de Rodney Graham, el carillón, de Pierre Huyghe (sus tonos, un reordenamiento aleatorio de la temática de Encuentros cercanos del tercer tipo). El matamoscas de Ai Weiwei es de latón dorado y bellamente inepto para aplastar bichos, si bien esto carece de importancia, ya que las moscas son de plástico y están atrapadas en una distopía de bolsillo de Ilya Kabakov.

Incluso el aroma en el aire es un arte, perfumado y embotellado por Kai Althoff. Un rostro de Luc Tuymans aparece bordado o alternativamente serigrafiado en la camisa blanca; la chaqueta negra es de Eija-Liisa Ahtila; la corbata, de Sophie Calle. Los guantes, de piel blanca y venas rojas, son una trampa surrealista de Meret Oppenheim; el echarpe es una reproducción trompe l’oeil de la parte trasera de un cuadro de Michael Raedecker. El sello de oro lleva las iniciales RS de Rudolf Stingel, mientras que el anillo de plata lleva una inscripción de Jenny Holzer.

El New York Times del estudio es falso: en algún lugar de la página aparece una noticia que cuenta que un chico llamado Robert Gober se ha ahogado. Dominique Gonzalez-Foerster ha diseñado el calendario que salta en intervalos de 13 meses (pasa de enero de 2008 a febrero de 2009). La postal de la mesa es de Tacita Dean, el pisapapeles, de Keith Tyson, el sello de caucho, de Lawrence Weiner. Abra el ejemplar de Parkett en la mesa y verá que es ilegible – son las elaboradas páginas sobreimpresas por Sigmar Polke.  El monedero es de Franz West, al igual que la estantería móvil. Incluso el cojín del sillón alude a algo – la réplica de Olaf Nicolai de una que ornamentó el estudio de George Lukacs en Budapest. Y las gafas de la mesa no clarifican nada: las lentes están perforadas con palabras de Rirkrit Tiravanija.

En el Musée en Appartement el arte está al acecho por todas partes: ese interruptor de la luz al lado de la puerta no es un interruptor, sino la inversión fundida de uno por Rachel Whiteread. La bombilla, que aumenta y reduce su intensidad según la voz grabada de Tony Oursler, es parte de una obra de instalación prefabricada.

Parkett tiene ahora 25 años – tiempo suficiente para establecer un estilo de firma, si bien las ediciones siguen teniendo un temperamento tan quijotesco y una apariencia tan impredecible como siempre. Si existe un estilo de la casa Parkett es el del gusto editorial por las situaciones ambiguas, por las interferencias, por los artistas y los objetos que confunden los límites habituales entre el arte y la vida. Andreas Slominski, cuya edición consiste en una regla plegable ready-made, describe su obra como “un experimento que explora lo que podemos y no podemos identificar como arte en esta cultura.” Tales experimentos se pueden llevar a cabo de manera más efectiva en un apartamento que en un museo, donde sabes que has venido para “ver el arte”. En un apartamento, tocas, hueles, juegas.

Jugar, sin embargo, es algo serio. Es el cómo se investiga el mundo: pesquisa e improvisación, disfraz y descubrimiento, normas concebidas y normas rechazadas. Las ediciones Parkett son abundantes en juegos de engaño y juegos de percepción; juegos de solitario y juegos para jugadores; juegos para disfrazarse y juegos mentales. La corbata de Sophie Calle lleva impresa la historia de su intento de renovar a un atractivo desconocido a través de regalos anónimos de ropa; pero como cualquiera que lleve la corbata ha sido “vestido por” Calle, resulta difícil diferenciar entre el propietario, el beneficiario, y la víctima. Al igual que en los mejores juegos infantiles, alterando las normas, poniendo ropa al perro a modo de metáfora o, en el caso de la máscara de Gillian Wearing, poniendo la cara de la artista en la del coleccionista.

En el Musée en Appartement, incluso el arte de las paredes parece jugar a ser arte. Los grabados de John Currin y Peter Doig son obras contemporáneas en trajes de época; el Disorder de Glenn Brown sugiere un retrato del siglo XVIII que se disuelve en pinceladas frenéticas, pero todo ello confeccionado y falseado escrupulosamente. La fotografía de Cindy Sherman sobresale de su marco dorado lujoso, mientras que la obra de Mike Kelly entona una cita caligrafiada de Goethe. El cuadro fotografiado de Tomma Abts, los adjetivos en movimiento de Roni Horn, la fotografía de museo de Andreas Gursky, todos vienen pre-enmarcados, como el décor IKEA. El fotograbado de Rosemarie Trockel viene montado en madera, el Sunny de Alex Katz es una minúscula cabeza de terrier serigrafiada en aluminio, las fotografías de pájaros de Jean-Luc Mylayne disponen de marcos tan regios que se mantienen de pie como si fueran esculturas. Otras obras, como el dibujo de pared adhesivo de Matthew Ritchie, son maliciosamente imposibles de enmarcar.

Estas obras no están diseñadas sólo como imágenes, sino como productos. El plato “coleccionable” de Jeff Koons y el anillo bling de Rudolf Stingel fingen ser mercancías - contenido de alta cultura en un embalaje de estrato popular. Juegan con nuestros hábitos de categorización. Pero el disco de oro pre-embalado desmiente una anhelante fascinación por el poder, la autoridad, y la distribución de la industria real, tal y como hace la edición de postales de Tacita Dean – se firmaron, numeraron y mandaron 100 para Parkett, siendo el resto “distribuidas sin firmar… para ser vendidas como normales postales turísticas”, en el mundo real.
El impulso para interferir con el rol y la ubicación de arte asignados puede retrotraerse al maestro originador de juegos, Marcel Duchamp, cuyos ready-mades rectificados – que ya casi datan de un siglo hoy día – se han confirmado como una inspiración duradera para apropiarse de cualquier elemento de base y modificarlo. El juego de Duchamp era el ajedrez, cerebral y sobrio, si bien los objetos travestidos aquí son más tipo Snakes & Ladders. Damien Hirst, Jason Rhoades, Karen Kilimnik, Anish Kapoor y Rebecca Horn realizan un uso de artefactos preexistentes para conseguir un efecto descaradamente diferente: juguetón, analítico, misterioso, elegíaco. Al igual que con los pedazos de mármol de Carrara de Katharina Grosse, se confiere el mismo peso a la presencia del objeto encontrado y al significado de lo que se ha realizado.

La amplia gama de soportes excéntricos que emplean los artistas de Parkett en vez del papel o lienzo evidencia no sólo un compromiso analítico con la sociología del embalaje sino que también engancha al espectador en una relación con el arte más íntima, más física. Gary Hume y Louise Bourgeois han elegido estampar sobre tejidos, Yayoi Kusama sobre espejos, Fred Tomaselli sobre plexiglás, Rachel Harrison sobre polipropileno, Sue Williams en capas múltiples de film de poliéster. Los rostros gesticulantes de John Baldessari están esmaltados en acero, “inmunes a las influencias medioambientales.” Las cuartillas de madera contrachapada de Wade Guyton que hizo pasar por su impresora, al igual que el díptico de cobre y espejo de Günter Förg, insisten en una materialidad irreducible y específica. Las sustancias de la pesa de azúcar y resina de Matthew Barney poseen tanto contenido como forma. El cartón perforado y pintado a spray de Cady Noland y el ladrillo pigmentado de Imi Knoebel no tienen imagen aparte de su sustancia.
Algunas obras sencillamente ruegan que se las toque: la Lion Hearts de Sarah Lucas y la Bad Ear de Christian Marclay son seductoras y del tamaño de la palma de la mano; la escultura-globo-almohada idiosincrática de Ernesto Neto y la Hair Box engomada de Richard Artschwager pierden la mitad de su significado si no se pueden tocar. Los claros registros de la mano del artista, las esculturas de Stephan Balkenhol y Rebecca Warren provocan la curiosidad táctil, tal y como lo hace la marca de los dientes del artista de Douglas Gordon.

Los grabados de punta seca de Georg Baselitz, Francesco Clemente, Enzo Cucchi y Martin Disler son, de la misma manera, imágenes que los dedos desean palpar. En la mayoría de casos, tocar tales cuadros es algo tabú, pero aquí están encuadernados en la revista. La única manera de verlos, o los de James Turrell, Eric Fischl, Jannis Kounellis o Mario Merz, es mantener abierta la revista con tu pulgar (¡alucina!) en el arte. Para ver la litografía de Robert Wilson o el grabado de Brice Marden, es preciso coger la página y desdoblarla. Esta incipiente travesura se capta en la litografía encuadernada de Ed Ruscha, la cual se desdobla para revelar, hell (infierno)… heaven (cielo)… 1/2 way (a medio camino).

Desde un punto de vista de marketing, se trata de algo perverso: una impresión suelta es un artículo mucho más vendible que una escondida en un libro. El hecho de que se presente así sugiere que el arte se adquiere a menudo más como un manifiesto público que como un placer privado, pudiéndose ver la decisión de encuadernar como un refuerzo de la intimidad. Sin embargo, esta intimidad tiene, literalmente, un precio. Para ser conocidas, estas obras necesitan ser poseídas: El Hearring de Laurie Anderson puede ser sólo llevado y oído por una sola oreja a la vez. Franz Gertsch, Raymond Pettibon, Gilbert & George y Marlene Dumas realizaron obras que necesitan ser abiertas para ser vistas. La foto de Thomas Ruff bajo la vitela no puede ser comprendida a menos que se coja en ambas manos. El molesto libro de Christian Boltanski requiere que el dueño rasque una capa opaca para revelar imágenes de crímenes violentos que nadie debería ver nunca.

Curiosamente, aunque muchos de los objetos del Musée en Appartement se presentan como productos pre-embalados, prácticamente ninguno de ellos se ha producido en masa. Los tamaños de las ediciones son modestos, no siendo muchas de ellas ediciones en el sentido habitual de un conjunto de cosas idénticas, al ser identificables sólo por un número escrito a lápiz en la esquina. En cambio, ofrecen colecciones de objetos únicos unidos conjuntamente por ese número a lápiz y un set particular de cualidades compartidas. En el caso de las esculturas hechas a mano de Jorge Pardo, esas cualidades van poco más allá del material (papel) y el tamaño aproximado (10” x 4” x 4”). Las de John Armleder son manipulaciones individuales de la misma pieza de plexiglás. Paul McCarthy decidió producir 36 porras diferentes; Josh Smith, 38 collages a doble cara; John Bock, 60 prendas interiores de punto. Ross Bleckner y Gerhard Richter pintaron sencillamente un gran número de cuadros pequeños. El hecho de que tales objetos estén tan obviamente hechos a mano parece que les hace dignos de un tipo de atención especial, el tipo de atención que prestamos al teatro frente a la televisión. Las impresiones cosidas a mano de Warhol y Bourgeois, las añadiduras de plastilina en el fotograbado de Ellen Gallagher y la variación improvisada de los monotipos de Phillip Taaffe incorporan la inmediatez de la manufactura a las técnicas de impresión estándar. El negativo grabado a mano de Wilhelm Sasnal consigue lo mismo para la fotografía.

De todos los medios de reproducción, la fotografía es, al parecer, el más eficiente, transparente y ubicuo – cualidades explotadas por las documentaciones inexpresivas de lo absurdo de Gregor Schneider y Maurizio Cattelan, y tratadas en un juego de doble sentido planteado por la One Hour Photo de Zoe Leonard y la fotografía de los “píxeles” a la altura de los muebles de Angela Bulloch. En cambio, estas mismas cualidades se menoscaban a propósito en las “ediciones” de fotografías únicas de Wolfgang Tillmans y Tracy Emin, que aportan al medio una inesperada cualidad de valor y rareza. Christian Jankowski contrató a 50 fotógrafos diferentes para que lo fotografiaran leyendo 50 ejemplares diferentes de Parkett a fin de producir 50 fotografías únicas. Sigmar Polke tomó fotos de los Desastres de la guerra de Goya pero reveló la película con su propia alquimia alocada de Himbeergeist y Pril para producir 60 fotografías únicas (y sólo ocasionalmente pictóricas). Aquí las semillas de trascendencia no radican fuera de los aparentemente deshumanizantes mecanismos de la reproducción, sino bien en sus adentros.

La producción de tales ediciones irregulares puede ser una manera para enfatizar los riesgos del azar o el impulso de la improvisación, aunque también puede ser una herramienta para demonstrar a priori: tanto los pisapapeles de Keith Tyson como los manteles de Daniel Buren pasan por un número fijo de variables dentro de una propuesta formal específica. Cada solución – cada ejemplo – es único, cada uno de ellos igualmente válido. (Dar vida a tales tareas conceptuales como objeto útil destinado al hogar burgués resulta típico de la sensibilidad Parkett.) La reestructuración de la edición de Martin Kippenberger fue tanto metódica como perversa: en lugar de que los 80 libros reprodujeran las mismas fotografías, creó 80 libros únicos donde cada uno presentara una fotografía solamente, repetida en todas sus páginas.

Todas estas intervenciones en el mecanismo habitual de la edición tienen una finalidad: forzar a los espectadores a que consideren con atención lo que tienen delante: ¿por qué esta cosa y no cualquier otra? ¿Por qué esta cosa y no una imagen?

La dificultad de ver – realmente ver – lo que tienes frente a ti se trata repetidas veces en Parkett, desde la visión de una visión de Markus Raetz en Parkett 8 a la llave anamórfica de Carsten Höller. William Kentridge imprimió su dibujo anamórfico encima de una página de enciclopedia: el texto queda interrumpido por el dibujo que sólo puede verse en el reflejo cilíndrico donde el texto se hace a su vez ilegible – una lección sobre que no se puede oír misa y repicar las campanas. Olafur Eliasson ofrece un dispositivo que muestra tu propio ojo mirándose a si mismo. Hay objetos que juegan a desaparecer, como la cometa en el espejo de Doug Aitken o la chaqueta de Ahtila, impresa con las palabras VEIL OF IGNORANCE (velo de ignorancia) detrás y las mismas palabras como para ser leídas en un espejo en la parte delantera, como si  la persona de en medio fuese transparente. Existen alusiones a alusiones, como la escultura de un conejo que está siendo sacado de una chistera por Urs Fischer.

Subterfugio, imitación y re-presentación abundan en el Musée en Appartement: las piezas de Fischli/Weiss y Robert Gober tienen el aspecto de ready-mades pero, en verdad, no lo son; la serigrafía garabateada de Lucy Mckenzie podría estar haciendo referencia a la LHOOQ de Duchamp, si no fuera porque la imagen vandalizada de McKenzie es el propio retrato modernizado del Tintín imaginario de Hergé. Las portadas gemelas de Newsweek de Alighiero e Boetti están dibujadas a mano. La pieza que parece un cuadro de Marilyn Minter imitando la fotografía glamour es realmente una fotografía que imita un cuadro de la misma. La fotografía de Thomas Demand de las híper perfectas escaleras de avión es realmente un modelo hecho en papel. Al igual que otras muchas cosas del Musée en Appartement es un truco, una lección para no tomar las cosas por su valor aparente, un mandato para prestar atención, en palabras de John Cage, a un “despiértate a la vida misma que estamos viviendo”.

La vida – la misma vida que estamos viviendo – se vive a fin de cuentas a escala humana. La enormidad de los museos es una fantasía. En el Musée en Appartement la necesidad de un tamaño modesto (las ediciones de Parkett se mandan por correo) ha contribuido a una reconcepción profunda de la escala habitual del arte contemporáneo. A veces ésta se representa en una miniaturización literal (el panorama de dos pulgadas de altura de Sam Taylor-Wood), a veces en un colapso conceptual de la distancia. (Las instantáneas que realiza Charles Ray de Tatjana Patitz eliminaron las indicaciones visuales a su estatus de “super-modelo” – iluminación de estudio, peluquería, maquillaje, posado en escena, litografía offset de producción en masa en papel cuché – dándole al comprador en su lugar nueve fotos [únicas] de una chica inusualmente encantadora, relajándose en varios lugares de su casa). En ocasiones, el problema se soluciona ofreciendo un fragmento: las fotografías de Tracey Moffatt y Jeff Wall formaron parte una vez de instalaciones más grandes. La litografía de James Rosenquist parece como si hubiera sido cortada de una de las inmensas obras del artista; de hecho, la xilografía de Franz Gertsch sí que lo era. El campo de hojas de Nan Goldin y el papel pintado a puntos de Thomas Schütte son extractos de extensiones de mayor tamaño. El cielo nocturno de Vija Celmins y los paisajes del océano en cajas de Hiroshi Sugimoto son tan diminutos cuan infinitos – se entiende que el borde del cuadro es una mera convención, la realidad se extiende más allá de nuestra percepción.

La idea de que la tarea del arte es transmitir una realidad que se extiende más allá de nuestra percepción constituye la base del Musée en Appartement. Hace un siglo, este pensamiento fue fuente de inspiración para los artistas que miraron más allá de las apariencias para destripar los principios de la forma para convertir lo concreto en abstracto. Nosotros, sin embargo, habitamos en un mundo gobernado por abstracciones – por un dinero que no vemos nunca, por políticos a los que nunca conocemos personalmente, por un arte que no se puede tocar. En nuestra era, el reto es convertir lo abstracto en concreto.

Esto es lo que hace precisamente Bernard Frize – su doble anillo da forma física a una conjetura topológica (una variante tri-dimensional del problema del mapa de cuatro colores) en algo que parece un anillo masticable. Es lo que hace Richard Artschwager en 1000 Cubic Inches, al ofrecer cinco cajas de volumen equivalente y formas diferentes, una ilustración tangible de la abstracción de Piaget. Y eso mismo es lo que hacen artistas tan diferentes como Wolfgang Laib, David Hammons y Beatriz Milhazes. Si bien es un museo pequeño, puede albergar un montón de cosas.

La obra de mayores dimensiones producida por Parkett es Untitled de Felix Gonzalez-Torres, una valla publicitaria auto-montable que lleva una imagen de huellas en la arena. Por su parte, una de las más pequeñas es Augenblick de Juan Muñoz, un rectángulo de cristal del tamaño de la palma de la mano que está vacío hasta que se respira sobre él, momento en el que aparece un dibujo de trazo sencillo que se desvanece enseguida. El motivo es el de llevar a alguien a cuestas. Brobdingnag y Liliput. Las arenas eternas y las alegrías fugaces. Presencia y ausencia. Amor y muerte. En el Musée en Appartement se podrían colocar como las dos últimas cosas que se ven antes de salir por la puerta.

Susan Tallman es historiadora de arte, especializada en temas de multiplicidad y reproducción. Ha estado escribiendo acerca de las ediciones Parkett desde 1995. Es autora de los libros The Contemporary Print: Pre-Pop to Postmoderm (Thames and Hudson 1996) y, más recientemente, The Collections of Barbara Bloom (Steidl 2008).

_____________________________________________________________________________________________________________

uclm